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La nueva cara de la innovación: de la teoría a la praxis

07/04/2025

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¿Qué es realmente innovar? ¿Es simplemente crear algo nuevo? ¿O se trata de transformar lo que ya existe de manera significativa? A lo largo del tiempo, diferentes autores, pensadores y generaciones han intentado responder a esta pregunta, aportando perspectivas que, lejos de unificar el concepto, lo han enriquecido… y también complicado.


Un término analizado hasta el cansancio


Desde hace décadas, la innovación ha sido objeto de análisis desde múltiples enfoques: económicos, tecnológicos, organizacionales, sociales. El economista Joseph Schumpeter ya hablaba en los años 30 de innovación no como una simple idea, sino como la introducción real de nuevos productos, métodos o estilos de comercialización en el mercado.

Más adelante, en los 90, H. Stevenson amplía la noción: innovar es cambiar la gestión, asumir nuevos desafíos organizativos, conquistar otros mercados. Peter Drucker, por su parte, vincula innovación con emprendimiento, viendo en ella una herramienta estratégica para generar valor y crecimiento.

Pese a la diversidad de enfoques, hay un hilo común: la innovación no es solo pensar distinto, es hacer distinto. Y más aún: hacer que funcione.

 
Tecnología e innovación: una relación que se intensifica


Con el auge de la tecnología en los años 90 y 2000, surge una visión más técnica del concepto. Teóricos como Triz, Cabral o Christiansen defienden que muchas innovaciones tienen su origen en el conocimiento tecnológico, entendido como la base para transformar ideas en soluciones aplicables.

Esta visión sigue vigente hoy, pero se ha potenciado con la irrupción de internet, la digitalización y la inteligencia artificial. Para las generaciones nacidas en entornos hiperconectados, la innovación no puede separarse del uso de tecnología. No se trata solo de qué se hace, sino cómo se hace, con qué medios, y qué impacto tiene.

La innovación se convierte entonces en un proceso colectivo, descentralizado y transparente, donde el conocimiento se socializa, se mejora y se comparte globalmente.

 
Millennials y Generación Z: un nuevo ADN innovador


La llegada de los millennials y la generación Z ha marcado un punto de inflexión. Para ellos, innovar es sinónimo de cambiar la forma tradicional de hacer las cosas, utilizando herramientas digitales, procesos automatizados y estructuras ágiles.

Más allá de los laboratorios o los centros de I+D, la innovación se vuelve cotidiana. Nace en redes sociales, se multiplica en startups, se extiende en comunidades online. Es horizontal, colaborativa, y muchas veces espontánea. Es la “innovación de la praxis”, la que surge del uso, de la experiencia directa, de la vida real.

Esta generación no solo adopta el cambio: lo impulsa. Y lo hace con una visión distinta del aprendizaje: ya no se trata solo de “aprender haciendo”, sino de aprender usando, experimentando, adaptando y reutilizando soluciones.

 
Del pensamiento disruptivo al valor práctico


Hoy en día, la innovación no basta con ser creativa. Para que sea relevante, debe ser útil, aplicable, escalable. El verdadero valor reside en su capacidad de implementación, en que pueda integrarse y aportar en contextos reales.

Esto ha dado lugar a formas más disruptivas de innovación: ya no se busca solo mejorar procesos existentes, sino romperlos y reconstruirlos desde cero. La disrupción no es solo un riesgo aceptado, sino una estrategia deseada.

Pero con ello también surgen tensiones: ¿qué lugar ocupa la tradición en este mundo vertiginoso? ¿Cómo convivimos con las certezas del pasado cuando el presente nos pide soltar lo conocido?

 
Innovación intelectual vs. innovación real: ¿Coexistencia o conflicto?


El debate no se detiene ahí. Como plantea Marcos McKinnon, asistimos a una convivencia —no siempre pacífica— entre la “innovación intelectual”, más conceptual y estratégica, y la “verdadera innovación”, la que genera impacto concreto.

La generación Z no le teme al caos. De hecho, lo ve como terreno fértil. Como en una especie de teoría evolutiva aplicada al conocimiento, el orden no se impone, sino que emerge del conflicto entre lo viejo y lo nuevo. Quizás ahí está el secreto: permitir que la colisión de ideas, formatos y paradigmas dé lugar a nuevas reglas.

 
Conclusión: El futuro de la innovación ya está aquí


En palabras de David Cánovas, “nuestro pasado es el enemigo número uno de la innovación”. Y es cierto: muchas veces, el mayor obstáculo para cambiar es lo que creemos que ya sabemos. Lo mismo apuntaba Erich Fromm cuando advertía sobre la necesidad de renunciar a certezas para adaptarse al presente.

Vivimos un cambio profundo que ha revolucionado no solo la forma de trabajar o de aprender, sino también de pensar. Para muchos, la innovación ya no es un credo: es un despertar, una actitud. Una forma de enfrentarse al mundo con preguntas nuevas.

Quizás, como decía Jorge Wagensberg, “lo consiguieron porque no sabían que era imposible”. O como planteaba Einstein, “la tecnología ha superado nuestra humanidad”. Pero frente a eso, Simon Mainwaring nos recuerda que “la tecnología también nos está enseñando a ser humanos otra vez”.

El desafío ahora es aprender a convivir con la complejidad, entender que no hay una sola forma de innovar… y que en esa diversidad está precisamente su mayor riqueza.

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